Geo Bogza, La tragedia del pueblo vasco, 1937

 

La enorme discrepancia entre la realidad de la guerra y su imagen confeccionada con palabras… 

Geo Bogza, La tragedia del pueblo vasco, 1937

 

 

El texto a continuación forma parte del proyecto de traducción literaria de textos de viajeros rumanos a España, realizado en los últimos años por los alumnos de Rumano del Grado de Lenguas, Literaturas y Culturas Románicas. Geo Bogza fue un extraordinario escritor rumano que presenció y describió los trágicos eventos del principio de la Guerra Civil en España. Estos días, las palabras de Geo Bogza, atentamente traducidas por Aitor San Emeterio Zubizarreta, tienen especial importancia. Pongan Ucrania en vez de País Vasco y Mariupol, Odesa o Kiev en vez de Bilbao o Santander y tendrán la dimensión de la misma tragedia, del mismo horror inconcebible. (Luminita Anca Marcu)

 

I

Juan Gorostiaga, segundo de a bordo del Fuerteventura, dice sobre la cubierta de su barco en San Juan de Luz, cerca de las cenizas aún calientes de las ciudades vascas:

Creo que mi vida se dividirá, de ahora en adelante, en dos: todo lo que sucedió hasta que presenciara el bombardeo aéreo de la ciudad de Bilbao, y todo lo que sucederá después. 

Nada de lo que sucedió hasta entonces, de lo que sabía, de lo que pensaba y creía, tiene ya ningún valor. Tengo la impresión de que durante treinta años he soñado y he dormido. Me avergüenzo inmensamente de mí mismo y de todas las personas de otros países que hemos podido pasar página y hablar de lo que sucede en España como si fuera otro planeta.

Esta facultad humana de poder vivir tranquilamente mientras al lado de uno suceden todo tipo de crímenes me parece una monstruosidad. Ahora mismo no hay nada en el mundo que más odie que los periódicos que escribieron sobre la guerra de España de tal manera que transformaron esta guerra en tema de conversación. El hecho de que en otros países se debata, de que las personas se atrevan a debatir sobre lo que está pasando en España, me parece un crimen igual a la guerra misma. 

Debería estar prohibido soltar palabras huecas sobre una tragedia así. Los que no la han visto con sus propios ojos, mejor que la ignoren a que la conozcan a través de frases hechas. Yo, que la había conocido hasta hace poco exactamente así, me doy cuenta de la enorme discrepancia entre la realidad de la guerra y su imagen confeccionada con palabras. Claro que la imagen es muy cómoda, pues la imagen no le vuela los sesos a la gente. Y aquellos que han seguido los acontecimientos mediante la lectura de periódicos, y se han formado una mentalidad militar, disfrutando de las fases del conflicto, la intervención de la aviación o la artillería, son unos inconscientes. Estoy seguro de que para despertarles bastarían cinco minutos en la morgue de Bilbao.

Después del bombardeo de la aviación de Hitler, en la morgue de Bilbao, sobre las losas llenas de sangre, estaban amontonados cientos de cadáveres, aplastados, descuartizados, con la carne desgarrada y los cráneos partidos por las bombas de unos aviones que volvían intactos a sus bases, donde, por supuesto, sus pilotos relataban sus hazañas. 

 

…a aquellos diplomáticos… habría que cortarles los párpados para que vieran bien lo que pasa cuando sus escuadrones de la muerte vierten su carga maldita sobre las gentes y las casa… 

 

Allí, en aquella sala lúgubre, habría que poner a trabajar a los indolentes miembros del comité de Londres, junto a aquellos diplomáticos que se permiten sentarse en sillones y discutir mientras se perpetra tal crimen. Habría que llevarlos a que lo vieran, y si no pudieran soportarlo y cerraran los ojos, habría que cortarles los párpados para que vieran bien lo que pasa cuando sus escuadrones de la muerte vierten su carga maldita sobre las gentes y las casas de España.

                                                                                                   *

¿Para qué? ¿Para qué? Esta era la pregunta que me atormentaba. ¿Qué ganaron? Desde hacía cuatro días en el frente estaba todo tranquilo: no se había lanzado ni un obús, no había muerto ni una persona. Y de repente, cuando nadie se lo esperaba, sesenta aviones soltaron todas sus bombas sobre casas y sobre personas. El frente se quedó donde estaba, no avanzó ni un solo metro; no cayó ni un soldado. En cambio, mataron a cientos de viejos, de mujeres y de niños. ¿Para qué?

Sesenta pilotos cumplieron esta siniestra tarea, sin ninguna vergüenza, sin que les temblara la mano. Ni uno solo se desmayó por el asco o por el horror. Ahora mismo querría estar con ellos, mirarlos fijamente a los ojos. Puede que al menos uno se reventara la tapa de los sesos por el arrepentimiento. 

                                                                                               *

El Fuerteventura entró en el profundo golfo que hay frente al puerto de Bilbao a las cinco de la tarde. En nuestra busca, a poca distancia, venía un carguero francés escoltado por un navío de guerra. La ciudad se atisbaba apiñada entre dos colinas, con las chimeneas hiriendo el cielo. Todo parecía tranquilo y el humo que salía de ellas era el elemento que nos inspiraba la certeza de que la vida era normal en la ciudad, tan misteriosa, aun así, a la que nos acercábamos.

Pensábamos que tras media hora estaríamos en el puerto, y ya nos imaginábamos la multitud reunida en torno al barco. Entonces aparecieron los primeros aviones. En el Fuerteventura pensábamos que eran aviones del gobierno vasco. 

Pero de repente, pareció que el curso del mundo cambiara, que empezara otra era, que el aire tuviera una nueva densidad, propia de otro planeta. El cielo y la tierra parecían intercambiar posiciones. 

El bombardeo, según me dijeron más tarde, duró doce minutos. La eternidad nunca se podrá contener en ese tiempo.

Las personas que midieron el tiempo también contaron los aviones: sesenta. ¿Qué pueden decir estas cifras? Un avión es un avión. Dos aviones son dos aviones. Pero sesenta aviones no son sesenta aviones, son mil, diez mil, cien mil, son todo el fuego y la destrucción del apocalipsis. 

Si existieran los demonios, espíritus malvados enemigos de la humanidad, y les diéramos doce minutos en los que desatar todo su odio e intentar destruirnos, ¡estoy seguro de que no utilizarían otros medios, que no podrían dar muestra de una sed de destrucción más salvaje! Una bomba venida del cielo es lo más aterrador que hay, es el mayor enemigo de la humanidad que la ha creado, ya que la pone en una situación nueva, inferior, como la de las hormigas en un hormiguero que están pisoteando.

 

Casas, personas, carros y caballos fueron triturados, revueltos, atravesados los unos por los otros… 

 

Aferrado a una barandilla de hierro en el Fuerteventura, las vi caer y explotar. Cada bomba parecía traer el fin del mundo. Casas, personas, carros y caballos fueron triturados, revueltos, atravesados los unos por los otros.  

Volando en círculos sobre este infierno que era su obra, los aviadores parecían demonios, y los odiábamos como a tales, con el odio de la humanidad entera.

Como si fuera un sueño, recuerdo que el Fuerteventura se puso en marcha de nuevo y nos acercamos al crucero de guerra que estaba a salvo detrás de nosotros. Sobre su cubierta se estaba preparando la defensa antiaérea. Pero los aviones no se habían aventurado sobre los buques. Arrojaron todas las bombas sobre la ciudad, dejando detrás de ellos montones de escombros y cadáveres.

El Fuerteventura arribó a Bilbao media hora después de que comenzara el bombardeo. El cielo y las colinas, testigos de la destrucción, permanecían mudos e inmensos. Teníamos la extraña sensación de que todo había terminado y de que ahí estábamos a salvo, en aquel puerto, en una tarde como el mundo no había visto nunca. 

                                                                                                    *

En la Avenida de los Aliados, frente a un parque de extraordinario esplendor, una multitud de mujeres y niños miraban cómo estaban retirando cadáveres de debajo de las ruinas de unos edificios de cinco pisos.

En la primera camilla llevaban a una niña cuyas manos blancas colgaban junto a su cuerpo, pacíficamente, como si hubiera tenido una buena muerte. Su cabeza estaba totalmente aplastada: un bulto rojo, un sanguinolento hueco de carne viva. Las mujeres callaban, mirando con los ojos dilatados por el espanto.

Pero la Avenida de los Aliados era solo el principio. En la otra parte de la ciudad, junto a la Estación del Norte, en los barrios pobres de los trabajadores, habían caído unas cien bombas. Todo había sido reducido a escombros: los explosivos habían derribado las paredes de piedra, las habían volado por los aires y no habían dejado nada más que cascotes y ceniza.

Alrededor de las ruinas daban vueltas personas que habían vivido en esas casas durante décadas, llevando en el rostro el tormento, la desesperación y la más grande estupefacción. Su miseria era tan grande, que la creerían, sin duda, eterna. Ahora se había terminado, reducida a cenizas.

Y se sentaban afrontando la noche que venía, desnudos y perplejos, como si de repente se encontraran en otro planeta.

                                                                                                   *

Al otro lado del Nervión, al este, se alzaba un monte. Allí estaba el frente, cubierto de un silencio amenazador. En la ciudad vagaban gentes tristes, angustiadas, alrededor de unas casas destruidas. Me di cuenta de que la naturaleza del hombre, que tiene sus raíces en la era de las cavernas, es el impulso de buscar refugio. Aquellos enfrentados de repente a sus viviendas destruidas no sufrían solamente por la pérdida material, sino que sentían una profunda desazón que parecía abarcar el cosmos entero: como si la propia existencia del mundo, de los soles y los planetas estuviera amenazada y se estremeciera como la carne de los hombres.

Bajo la luz rojiza del atardecer, observábamos esta nueva representación del universo.

Las paredes habían saltado por los aires por la violencia de las explosiones, quedando desperdigadas en medio de la calle: pilas humeantes de escombro. Aquí y allá quedaba alguna pared, solitaria y desnuda bajo el cielo, como un muerto en pie. Dos horas antes, esta lúgubre ruina era el hogar de alguna familia; alguien miraba la calle, sentado junto a la ventana, una mano se extendía y acariciaba la mejilla de un niño. En aquel momento, en aquel mismísimo momento, otra mano, arriba en el cielo, dejaba caer sobre estas personas un relámpago asesino. 

 

…que tales hechos puedan suceder sin que gente de todo el mundo se alce en revuelta es un signo inconfundible de que los villanos se armarán de valor y propagarán la maldad… 

 

Que puedan suceder al mismo tiempo tales hechos, tales acciones, una mano en la mejilla de un niño, otra mano dejando caer una bomba en aquel punto de la Tierra, y el resto de la gente ignore este abominable crimen o esté de acuerdo con él; que tales hechos puedan suceder sin que gente de todo el mundo se alce en revuelta es un signo inconfundible de que los villanos se armarán de valor y propagarán la maldad.

En la morgue de Bilbao sentí miedo por la suerte de la gente.

Había cientos de cadáveres extendidos sobre las baldosas y sobre las mesas, pero eso no dice nada. Me parecía que hubieran acostado a todas las personas del mundo allí, bocarriba, muertos para siempre. Tuve la sensación de que presenciaba la última noche del mundo, de que asistía a un velatorio que se extendía por toda la faz de la tierra.

Había cientos de cadáveres, pero en el hospital seguía muriendo gente en las mesas de operaciones; una noche llena de alaridos y sangre. En la sala parecida a un sótano que había bajo la morgue, húmeda y fría, el panorama hacía que quienes entraban se sintieran perdidos para siempre. Pero cada fibra de mi ser gritaba, no podía reconciliarme con la constatación atroz de que pueda estar reservada a los hombres tal muerte. 

Recuerdo a una mujer anciana que parecía haber recibido un disparo en la cara. El rostro le sangraba por una decena de heridas estrechas y profundas, y en la sien izquierda tenía un orificio negro y profundo donde parecía que hubieran hundido una estaca. Al lado había una mujer a la que la muerte había sorprendido llevando un abrigo de hombre, y las manos le colgaban, secas y negras, de unas mangas demasiado largas. 

Había muchas mujeres vestidas de negro, el color de los pobres en España, llevando zapatos viejos y parcheados, con las punteras chatas y sucias  apuntando al techo,  bajo la luz de una débil bombilla, que sin embargo parecía terriblemente intensa.

En un rincón había una docena de niños, todos con los ojos abiertos, como esperando algo. Un periodista inglés prendía su magnesio y fotografiaba a cada uno de ellos. ¿Cuántos cadáveres de niños han sido fotografiados hasta ahora en España? Todo el mundo ha visto las imágenes reproducidas en los periódicos y ha pensado: así es la guerra. 

Pero no. La guerra no es así.  La palabra “guerra” no puede abarcar lo que sucede en España. 

 

II

En el murmullo inmenso del Atlántico escucho la voz de bronce fundido, borboteante y cálida, de Jaime García, capitán del Fuerteventura.

Después del bombardeo de ciudades y de la matanza de poblaciones civiles, solo hay un crimen comparable que se pueda cometer. Engañar a  la gente del continente sobre los motivos por los que luchan los vascos. Creer, en lo que respecta a esta guerra, las versiones difundidas por las agencias de prensa favorables a los generales rebeldes, significa para los vascos cometer un crimen tan grande como el de los aviones que los masacran.

La cruzada por la eliminación de los vascos de la faz de la tierra es una de las más monstruosas de la historia. Los generales rebeldes aprovechan la actual guerra para saldar una vieja cuenta pendiente con el pueblo vasco, para exterminarlo, para “librar” a España de él. 

Desde hace seiscientos años, cuando fue subyugado por los reyes de España, el pueblo vasco no se ha resignado a tal suerte. Aspirando, como mínimo, a la autonomía cultural, han peleado por las armas y también mediante la acción política. Debido a esto, los gobiernos de Madrid, fueran las monarquías, la dictadura de Primo de Rivera o la República de Alcalá Zamora, han odiado a los vascos y los han perseguido como a enemigos de la unidad de España. Los militares que tenían por tarea mantener la unidad de todas las provincias sometidas a la monarquía siempre han tenido una especial aversión a los vascos, e innumerables generales han afirmado que en España el “peligro vasco” es el más grande. 

Pero, ¿cuál era el peligro vasco? En primer lugar, los vascos querían que en sus escuelas se enseñara en lengua vasca. Aquello era suficiente para que los gobiernos de Madrid los consideraran enemigos y traidores a la unidad de España. Cualquier movimiento por su parte recibía como respuesta las medidas más drásticas. Pero, tras cada oleada de persecución, tras cada derrota, los vascos se reorganizaban y pedían la autonomía. Para Madrid, su mera existencia se había vuelto una obsesión. 

Poco después del año 1900 apareció el movimiento iniciado por Sabino Arana y Goiri, figura apostólica para el pueblo vasco. Este movimiento significó un renacimiento del hombre vasco y de la vieja cultura vasca, de sus costumbres centenarias.

Por sus viejas leyes, los famosos “fueros”, los vascos han llevado a cabo una lucha continua contra los gobiernos de Madrid, que querían, mediante la organización policial conocida como “Guardia Civil”, obtener el control absoluto del territorio. Salvo aquellos que, a sueldo de Madrid, habían formado un partido político monárquico y disponían de fondos para corromper a la población, las persecuciones sufridas por toda la población han dado como resultado la unanimidad de los vascos en torno a los movimientos nacionalistas: intelectuales, trabajadores, sacerdotes y campesinos. 

En el panorama político español, los vascos han sido considerados como extrema derecha: católicos, conservadores y tradicionalistas, mientras los catalanes forman la extrema izquierda. Los sindicatos de los trabajadores vascos son sindicatos cristianos. 

Que este pueblo esté siendo masacrado por aviones alemanes e italianos -y llama la atención que esta empresa se perpetre en nombre del cristianismo y del nacionalismo- es una de las mayores y más abyectas mentiras que se hayan podido arrojar desde las oficinas de propaganda nazis. 

 

Y la salvaje lucha… entre la casta militar de España y un pueblo que siempre ha  amado su libertad, se presenta en Europa como un episodio de la lucha contra “el peligro bolchevique”… ¿Qué suerte espera a los demás pueblos de Europa? De qué manera tendrán que arrodillarse y obedecer las órdenes de Berlín, con tal de que un día el señor Hitler no los declare bolcheviques y arroje sobre ellos su aviación asesina?

 

Toda la sangre de miles de mujeres y niños masacrados cobardemente caerá  sobre los generales rebeldes. Poseedores de un material bélico formidable, quisieron terminar con el problema de los vascos de una vez por todas. Ellos sabían que desde hace seiscientos años los gobiernos de Madrid siempre han chocado con los vascos como contra una población de pedernal. Esperando alzarse como amos absolutos de España tras el éxito de la rebelión, temieron que en el camino al nuevo estado los antojos de autonomía de los vascos pudieran significar una resistencia incontenible, y decidieron resolver este problema de un modo que aún nadie había osado: mediante el exterminio. Aprovechándose de la confusión que reinaba en Europa y de las tropas extranjeras que tenían a disposición, los generales rebeldes se embarcaron en la destrucción del noble pueblo vasco.   

¡Muerte a los vascos! Este es el grito lanzado por el general Mola y repetido una y otra vez en el frente por los que disponen la masacre de este pueblo heroico y desgraciado. Y la salvaje lucha, que dura desde hace seiscientos años, entre la casta militar de España y un pueblo que siempre ha  amado su libertad, se presenta en Europa como un episodio de la lucha contra “el peligro bolchevique”.

Para los pueblos de Europa se impone una pregunta. Si el imperialismo alemán, que necesita las minas de hierro de Bilbao y bases navales en Vizcaya, aprovechándose del odio de los generales rebeldes, ha comenzado ya la exterminación de un pueblo profundamente cristiano como es el pueblo vasco bajo el pretexto de la “lucha contra el bolchevismo”, ¿Qué suerte les espera a los demás pueblos? ¿Qué detendrá a los promotores de la guerra total, de la que vemos los primeros presagios en España, a la hora de amenazar no solamente su independencia, sino también su mera existencia física?

¿Qué suerte espera a los demás pueblos de Europa? De qué manera tendrán que arrodillarse y obedecer las órdenes de Berlín, con tal de que un día el señor Hitler no los declare bolcheviques y arroje sobre ellos su aviación asesina?

III

Juan Gorostiaga, concluyendo concisamente el diario de a bordo del Fuerteventura, cuenta: 

Era una mañana de domingo, serena y tranquila. Sonaban las campanas de las iglesias. En Bilbao, las calles estaban llenas de refugiados. Muchos iban a la iglesia, otros se quedaban en las calles hablando entre ellos. Todos estaban abatidos, tristes. En frente de la biblioteca, la gran plaza estaba llena de personas. Las mismas mujeres vestidas de negro, los mismos niños con el pelo alborotado. 

Creo que ni los tigres, cuando quieren atrapar a su presa, se mueven tan lentamente. No oí ningún ruido de motor. De repente, un gran ave pasó a unas decenas de metros sobre el suelo y una ametralladora empezó a retumbar. Nunca lo olvidaré. Fue lo más vil que he visto en toda mi vida. 

Los gritos llenaron el aire y la gente empezó a huir en todas direcciones. Otros tres aviones descendieron y fueron tras ellos, siguiéndoles a lo largo de las calles, disparándoles con sus diabólicas ametralladoras. Nunca he llegado a concebir que los hombres sean capaces de tal bestialidad. La criminal caza duró algunos minutos; luego los aviones se retiraron sin más hacia los aires, con un rugido formidable de los motores. 

En aquel momento, habría dado diez horas de mi vida a cambio de tener en mis manos a uno de esos aviadores. 

En la plaza quedaron unos diez hombres y mujeres retorciéndose en charcos de sangre. Silbaron las sirenas, repicaron las campanas y acudieron las ambulancias. En diez minutos las calles se volvieron a llenar de gente y mi corazón martilleaba por el horror ante la idea de que los aviones podían estar acechando desde lo alto del cielo, como halcones. 

Entonces, caí en la cuenta de que Bilbao no tenía ni un solo avión de combate, ni un solo cañón antiaéreo. Nada me ha parecido nunca tan nefasto, tan aborrecible, como aquel cielo del que los aviadores hitlerianos pudieron descender sin miedo y al que, tras haber matado mujeres y niños, pudieron volver a ascender entre el rugido de los motores.

Justo después del mediodía, en la distancia, comenzó el rugido de los cañonazos. Los bilbaínos aguzaron el oído. Se decía que los alemanes habían descargado cuatrocientos cañones de 305 milímetros en una playa cercana a San Sebastián. Era un rugido más grave, más profundo, como no se había oído en ningún momento desde que comenzara el asedio de la ciudad. 

El primer obús que cayó en Bilbao acertó de lleno: voló en pedazos una casa de cinco pisos y a todos sus habitantes. 

                                                                                                  *

 

Junto a lo que ha sucedido en Bilbao los últimos días, el Infierno parece un oasis de los tiempos dorados del hombre…

 

Esto pasó el domingo, trece de junio. Una semana más tarde, la “ciudad imbatida” era ocupada por las tropas de Franco. Cuatrocientos cañones de gran calibre y cien aviones contra los que los vascos no tenían más que rifles firmarían el testamento estratégico del general Mola: que Bilbao fuera borrada del mapa. 

Puede que el general insurgente esté satisfecho. Y puede que, encontrándose entre los que se escaldan en calderos de brea hirviente, él mire a los demonios con orgullo y diga: lo que nosotros hemos hecho sobre la tierra supera por mucho a lo que vosotros tenéis aquí.

Junto a lo que ha sucedido en Bilbao los últimos días, el Infierno parece un oasis de los tiempos dorados del hombre. Quienes lo idearon al menos creían que solo caerían los que tuvieran alguna culpa, algún pecado que expiar. 

¿Qué culpa tenían, qué pecado debían expiar las mujeres de Bilbao, con niños en los brazos y en los úteros, los viejos de sesenta años y los niños de diez, para que al tiempo que huían hacia Santander, a las dos de la madrugada, fueran perseguidos por aviones, atrapados a la luz de los misiles y de las balas, asesinados por el fuego de la ametralladora? Horripilante caza humana como ninguna fiera salvaje ha podido conocer. 

¿Qué culpa tenían las desgraciadas procesiones de gentes famélicas y locas de horror, que marchaban al amparo de la noche y te llenaban el corazón de pesar solo de verlas? ¿Qué culpa tenían aquellos hombres, aquellas mujeres, aquellos niños, y qué culpa teníamos nosotros, aquellos que habíamos visto toda esa infamia y en adelante tendríamos que sacar a la luz el testimonio de cómo, por culpa de los aviadores nazis, el hombre descendió los más bajos escalones de la crueldad?

 

…el asesinato de la población civil por medios nuevos y de una ferocidad nunca imaginada… 

 

Soy testigo de uno de los más inauditos crímenes que se hayan podido cometer desde el principio de los tiempos hasta ahora: el asesinato de la población civil por medios nuevos y de una ferocidad nunca imaginada. Nunca en este mundo se ha podido cometer una villanía más grande. Sé que la historia del mundo está llena de acontecimientos execrables. Sé que detrás de nosotros, de la generación que habita hoy el planeta, hay un largo camino plagado de patíbulos y cámaras de tortura. Sé que desde el principio de los tiempos hasta hoy se extiende una cadena de personas asesinadas, quemadas vivas y masacradas.

Pero, por muy nauseabunda que haya sido esta galería de maldades que tanto ha atormentado la conciencia de los verdugos de la humanidad, no se puede encontrar entre ellas ninguna que se iguale a la matanza de Bilbao. Nunca en el curso de la historia han sido los hombres masacrados en tales condiciones de indignidad, en circunstancias tan tristes y lamentables. Nunca en toda la historia de la humanidad. 

Por un lado, una masa de niños, de mujeres y de ancianos que buscaban huir del infierno que es una ciudad bombardeada, y por el otro, unos villanos instalados cómodamente en sus aviones, volando a salvo sobre los primeros y abatiéndolos con satánicas ametralladoras. Nunca ha habido mayor desigualdad entre exterminadores y exterminados, nunca los exterminadores han estado tan a salvo de cualquier peligro, y nunca los masacrados han estado en una posición tan patética, privada de defensa.

Cuando aparecieron las primeras teorías sobre la guerra total, cuando resonaron en Europa los primeros aplausos a los discursos belicistas de Mussolini y de Hitler, ¿quién habría podido adivinar que la humanidad llegaría a ese punto tan rápidamente?

Si los aviones hubieran estado pilotados por tigres, si los mandos de sus ametralladoras hubieran estado manejados por las fieras más crueles, el destino de la gente no habría sido peor. La aviación alemana que, después de Guernica y Durango, ha masacrado a la luz de los misiles la población civil de Bilbao, ha escrito en las páginas de la historia del mundo una página nueva, tras la cual no se puede bajar ningún otro escalón en la escalera de la bestialidad y la vileza. Se ha tocado el fondo más oscuro. ¡Ay de los tiempos que vienen!

 

IV

Noche tras noche, junto a los mástiles del Fuerteventura, escucho la narración de Juan Gorostiaga: 

La noche del 13 de Julio, el cielo se enrojeció de repente sobre Miravilla  y los demás montes. Ardían los bosques de abetos, incendiados por la explosión de los obuses. Nada podía ser más dramático que el color rojo del cielo, parpadeando, alzándose y descendiendo, como los enormes latidos de la guerra. 

En el puerto habían embarcado mujeres y niños. Después del horrible bombardeo de ese día, todavía había lugar para un espectáculo perturbador. Ahora podía llorar, sintiendo toda la aflicción de los acontecimientos, incluso la gente que había permanecido el día entero en el sótano, en la oscuridad, mientras fuera el mundo se tambaleaba. 

A la luz de las antorchas caminaban mujeres con vestidos rasgados, jadeando y con rostros cubiertos de sudor, con el aspecto de que acabaran de estar transportando sacos pesados. Pero habían estado sentadas junto a las tiendas, sin cargar con ningún peso. Su fatiga era la fatiga que causa la guerra. Un solo pensamiento les cruzaba la mente, y era suficiente: sus casas, sobre las que había caído una bomba y de las que no quedaba más que una pila de pedruscos hirvientes y humeantes. Entonces, las mujeres empezaban a jadear, y con el dorso de la mano se frotaban la frente, bañada en sudor.

Como una turba cansada y presa del pánico, subían a bordo una tras otra. Durante la noche, de vez en cuando se oía un grito o un lamento, seguido del zumbido de las voces de unas criaturas que se animaban y ayudaban las unas a las otras: por ahi, por ahi, por ahí, por ahí. Pasaban entre los vagones, entre las tablas y los camiones, y se subían al vapor. Sin embargo, había orden, y me asombró que tras el caos de los bombardeos y ante las decenas de miles de refugiados que atravesaban los límites de la ciudad, el gobierno vasco hubiera podido elaborar listas para organizar la evacuación. Pueblo que ha dado al mundo famosos marineros, los vascos llevan en la sangre el sentido de la disciplina que tiene que reinar durante los naufragios, indispensable para hacer el mejor uso posible de los botes salvavidas. 

Pero no había suficientes botes salvavidas para el gigantesco barco de vapor hundiéndose que era Bilbao. Y aquella noche, la última en la que se podía abandonar la ciudad por mar, el embarque de mujeres y niños se prolongó hasta la una. Cerca de las escaleras, un viejo leía los nombres de las mujeres. De su grupo, compacto e inmóvil, se soltaban de vez en cuando pequeñas siluetas negras. Ninguna llevaba más de un hatillo andrajoso que sostenía en una mano mientras con la otra tiraba de un niño o dos. 

 

…estas mujeres tirando de sus hijos y del fardo en el que llevaban todo lo que les quedaba de sus hogares destruidos…

 

No puede uno imaginarse una estampa más patética, más llena de miseria, que la de estas mujeres tirando de sus hijos y del fardo en el que llevaban todo lo que les quedaba de sus hogares destruidos. Ya había visto todo lo que podían contener aquellos hatillos. Un pueblo entero partía al éxodo y las mujeres no llevaban consigo más que un cojín, una olla para cocinar, algunas cucharas y un devocionario.

Una vez llamaron a una chica de 14 años, y apareció, delgada, débil, con el pelo revuelto y sucio, descalza y llevando un vestido gastado, hecho jirones. Así había partido para caminar miles de kilómetros, sola, casi desnuda, sin nada que llevar con ella. Era de Guernica y toda su familia había sido masacrada. Como desquiciada, decía siempre con la mirada perdida: los alemanes, los alemanes… 

Armando Arcega mandó que le enviaran su propia manta del Fuerteventura. Pero ¿cuántos ha habido que estuvieran tan desnudos, sin que hubiera nadie que les diera nada? ¿Cuántos han sufrido el frío, noches enteras temblando sobre las piedras del puerto, descalzos y sin nada más que una delgada camisa, hasta ser asesinados por los aviones alemanes? Estaban rotos, y pálidos, y sucios, y hambrientos como ningún niño sobre este mundo lo ha estado nunca. Pasaban el día en torno al Fuerteventura y miraban cómo se preparaba la comida de los marineros; puede que ningún perro haya mirado nunca al alimento de los hombres de ese modo.

¿Quién habría dicho, quién habría podido convencer, o tan solo hacer a la gente avergonzarse de todos los crímenes que ha permitido que se cometieran contra los niños?  Cuando partió el último vapor, en las listas del gobierno vasco todavía quedaban  cinco mil niños que había que evacuar. Veinticuatro horas después, sobre Bilbao cayó una cascada de bombas y obuses. Hitler, Franco y Mussolini se apresuraban a asegurarse la victoria. ¿Cómo responderán por este crimen ante la humanidad? ¿Cómo responderán por la brutalidad de sus aviadores, que no dejaron escapar a los niños ni siquiera por tierra y descalzos? 

                                                                                              

¡Qué crimen mezquino y repulsivo! 

 

Desde la proa del Fuerteventura vi toda la vileza a lo largo de las carreteras que conducían a Santander. ¡Qué crimen mezquino y repulsivo! 

En la ofensiva contra la ciudad de Bilbao, los crímenes cometidos en nombre de la guerra total alcanzaron un punto en el que la suerte de los hombres parecía más cruda que la de las fieras cazadas en la espesura de las selvas africanas. 

Fue una salvaje y vil caza de seres humanos, sin que hubiera ninguna necesidad de lo fuera, más que la búsqueda del placer de matar. 

Madrid había sido bombardeada porque los ejércitos rebeldes querían conquistarla. Durango y Guernica también habían sido destruidas, habitantes y todo, pero eran ciudades desarmadas al otro lado del frente. En Bilbao, no solo bombardearon la ciudad, no solo ametrallaron a civiles desde los aviones, siguiéndolos por las calles incluso cuando la ciudad casi había caído y no oponía ninguna resistencia, sino que además acribillaron a multitudes cuando huían a pie por las carreteras.

Y no eran más que comitivas de refugiados, descorazonadores en su miseria. Los había visto por las calles de la ciudad, descansando de vez en cuando y poniéndose en marcha de nuevo. Nunca la mente humana ha podido concebir una estampa más triste, más llena de dolor. Una muchedumbre famélica arrastrándose por las calles, deteniéndose a descansar, y luego retomando su marcha. Fueron aniquilados por la ametralladora.

Había mujeres andrajosas y descalzas, que llevaban en la cabeza sacos llenos de harapos miserables. Había mujeres flacas, feas, con la cara ennegrecida, con niños de teta entre los brazos. Todas fueron acribilladas por la ametralladora. Había hombres viejos, con la cara surcada por profundas arrugas, con un bastón en una mano y un hatillo de harapos en la otra. Algunos de ellos tenían maleta, y su presencia entre los cientos de hatos hacía que la miseria fuera más cruda, más amarga. Todos, los que llevaban hatillo y los que llevaban maleta, fueron acribillados por la ametralladora. 

Después había niños, cientos y miles de niños, descalzos, harapientos, con la cabeza descubierta, y en sus caras se adivinaban mejor los estragos del hambre y de otros horrores. Fueron, todos, ametrallados. 

Una vez un rebaño de reses que, en el camino al matadero, intentaban zafarse, mientras los guardias les cortaban el paso con sus varas y les obligaban a volver: así fue cómo la gente que huyó de Bilbao marchó hacia Santander. Diez aviones les cortaron el paso y no les dejaron huir: ¡Atrás, hacia Bilbao! ¡Atrás, hacia el terrible matadero del que no os hagáis ilusiones de escapar! Los aviones arrojaron bombas, sometieron la carretera al fuego de las ametralladoras. Y los que intentaban escapar, volvieron a Bilbao. 

Pero por la noche, al abrigo de la oscuridad, trataron de escapar de nuevo. La comitiva avanzaba a oscuras: carros, carretas, carretillas y miles de personas a pie, apretados los unos contra los otros, apiñados, aterrados, justo como rebaño que hubiera escapado de un matadero. Así les sorprendió la luz de los misiles y así los mataron las bombas y las balas de ametralladora. 

Una salvaje escuadrilla nocturna, como una fiera que anhela la llegada de la noche, hipnotizando a sus víctimas con el fulgor de sus ojos, apareció sobre los fugados. Desde Portugalete pudo verse la luz centelleante de los proyectiles y oírse el rugido de los motores, intercalado con las explosiones de las bombas y el traqueteo de las ametralladoras. Al amanecer, a lo largo de la carretera que llevaba a Santander había una masa de carne humana triturada y sanguinolenta. Y de las cunetas se alzaba el llanto de los que aún no habían muerto. 

Los que asesinaron de este modo, deshonrando sus nombres y su patria, fueron los aviadores de los nazis alemanes.

El pueblo vasco ha tenido que pagar a estos aviadores un tributo terrible. Durango, Guernica, Bilbao. ¡Borradas de la faz de la tierra!

Cientos, miles de veces oí esta exclamación: los más criminales son los alemanes.  

 

Un pueblo entero con el que se han experimentado los más procaces métodos de la guerra total, un pueblo con sus ciudades reducidas a escombros, con sus mujeres y sus niños asesinados, un pueblo agraviado y ensangrentado…

 

Los más criminales… Un pueblo entero con el que se han experimentado los más procaces métodos de la guerra total, un pueblo con sus ciudades reducidas a escombros, con sus mujeres y sus niños asesinados, un pueblo agraviado y ensangrentado, lanza a los aviadores nazis esta acusación: ¡los más criminales!…

¿Compensa el valor de las minas de Vizcaya este oprobio que hoy les arrojan los vascos, pero que mañana les arrojará el mundo entero? 

Los más criminales… Es el grito de unas bocas llenas de sangre, un grito que se va a  abrir camino a través de la historia.  

De entre todos aquellos que estaban en el Fuerteventura, el más lleno de rabia era su capitán, Jaime García:

De los cuatro días que estuve en Bilbao, tres los pasé bajo el refugio de los grandes capitales ingleses. No iba a caer ningún obús cerca del Fuerteventura. Estaba en la zona sagrada de la ciudad, junto a las fábricas en las que están invertidos los capitales ingleses.

Durango y Guernica han sido reducidos a escombros y sus habitantes han vivido un baño de sangre. Por las calles de la ciudad de Bilbao, los aviones cazaban hombres con ametralladoras y las casas eran arrasadas por bombas y misiles. Pero desde el comienzo de la guerra, no ha caído ni una sola bomba sobre estas fábricas, aunque se habían transformado en industria de guerra y producían munición para el frente vasco.

El general Franco se pone de pie y saluda respetuosamente a la zona en la que se encuentran los intereses de las grandes industrias inglesas. Él puede matar miles de niños, puede destruir todas las ciudades de España, pero no ha disparado ni un obús contra estas sagradas fábricas inglesas. Prefiere retrasar la victoria y matar a todos los hombres de los alrededores de las fábricas, siempre y cuando las fábricas queden enteras y los ingleses piensen: es un buen hombre, después de todo.

La actitud agresiva del general Franco hacía el gobierno inglés y las relaciones tensas entre Burgos y Londres son un cuento para la prensa europea. Es cierto que el general protesta cuando los barcos ingleses llevan comida a los republicanos y vuelven cargados de mujeres y niños. Pero cuando las grandes fábricas de Bilbao producen munición para las tropas vascas, el general Franco se yergue y saluda con respeto. ¡Ni un obús contra estas fábricas!

Y, aun así, de allí vienen las balas con las que los vascos resisten, disparando a sus soldados.

Traidor contra la patria a la que juró fidelidad, el general Franco es también un traidor a su propio ejército, a los soldados que conduce a la muerte. No es sino un siervo del capital internacional y de sus propias ambiciones.

                                                                                                      *

Estamos en la proa del Fuerteventura, al refugio de los grandes capitales ingleses. En el frente se oían los rugidos amortiguados de los cañones. Allí podían estar muriendo personas. Y podían estar muriendo en las calles, llenos de sangre que les manara a chorros de la boca, tal y como los habíamos visto durante los últimos días. Podían estar muriendo todos, miles, decenas de miles. Las fábricas inglesas seguían enteras. 

La gente del continente es ingenua. Se dice “el general Franco odia a Inglaterra”. ¿Quién  es “Inglaterra”? ¿Sus grandes hombres de negocios? A estos el general Franco no los odia. Él los saluda con respeto y se postra ante ellos. Él da la orden de que ninguna bala llegue a tocar ni siquiera el felpudo de la entrada de la fábrica. Se puede aceptar que las cabezas de los niños españoles acaben reducidas a pulpa. Y para que todo sea perfecto, para que todo salga a pedir de boca, se llama nacionalista al general.

Ahora, cuando Franco es amo y señor de la zona en la que se encuentran las fábricas de los grandes industrialistas ingleses, este general rebelde va a empezar a ser cada vez más legal, y el gobierno republicano cada vez más incómodo, cada vez menos legítimo. Si las fábricas de Bilbao no hubieran contenido capital inglés, o si Franco hubiera enviado aviones a destruirlas…

Pero no, Franco ha destruido las pacíficas ciudades de los españoles, ha asesinado decenas de miles de mujeres y de niños vascos, pero no ha lanzado una sola bomba contra estas fábricas. Son vuestras, de los ingleses , y ni las toco. Prueba de respeto, que emociona hasta cuando viene de los más infames. Los grandes hombres de negocios ingleses se esmerarán en dedicar algunas palabras bonitas a Franco. Y así veremos muchos gobiernos reconociendo al asesino como jefe de Estado legítimo.

Antes de abandonar San Juan de Luz, escucho los últimos testimonios de Juan Gorostiaga: 

Tres días y tres noches los cañones han escupido fuego sobre el frente y la ciudad. Una escuadrilla de bombarderos no paró de dar vueltas en los cielos, dejando caer cientos de bombas. Si hubieran cogido Bilbao con unas tenazas y la hubieran arrojado a una olla de plomo hirviente, no habría sufrido tanta gente. 

Desde Portugalete, en la desembocadura del Nervión, contemplábamos el panorama, llenos de aversión y asco. Poco a poco, la muerte y el caos se adueñaban de la ciudad. Las chimeneas de las fábricas ya no humeaban. Era el signo inequívoco de que todo había acabado. 

 

Los cadáveres yacían descomponiéndose por las calles…

 

Algunos barcos con pasajeros estupefactos por el horror descendían el Nervión: parecía que vinieran de otro mundo. Traían nuevas de Bilbao. Los cadáveres yacían descomponiéndose por las calles. Por la mañana, todos los muertos se quedaron en el sitio: en casas, en áticos, en la calle. En un túnel del ferrocarril había una pila de cuerpos putrefactos. Estos últimos eran los más nauseabundos de toda la ciudad. 

La mañana del jueves, el capitán Jaime García, que se hallaba en el puente de mando, nos convocó allí. A algunos kilómetros de distancia, cerca de Las Arenas, en una casa aislada a orillas del río, ondeaba una bandera del general Franco: dos bandas rojas y una amarilla. Fue para nosotros un momento duro, amargo.

Poco a poco, en los montes que dominaban Bilbao, empezaron a aparecer mástiles sobre los cuales ondeaba esa bandera. Las observábamos consternados, sintiendo que todo se había acabado.  

Pero los soldados de Las Arenas, solos, aislados del resto de la ciudad, presos sobre una estrecha franja de tierra entre el río, el mar y las líneas enemigas, aún luchaban. Las ametralladoras rugían como locas.

A lo largo de todo el río, hasta la ciudad y en la ciudad misma, algunos puñados de personas resistían feroz y desesperadamente. A las tropas de infantería que llevaban a cabo el asalto les fue imposible tomar la posición. Habría hecho falta un avión bombardero para cada uno.

¿Puede traer algo de consuelo el hecho de que los vascos hayan luchado como héroes? Demasiada sangre ha brotado de bocas, pechos y cabezas hendidas como para que se pueda hablar de otra cosa más allá de esta descomunal tragedia humana. Pero si se quiere tener en cuenta todo lo que ha pasado, hay una cosa que habrá que saber antes que nada: que los vascos se han defendido con un heroísmo y una dignidad ante  la cual todos los pueblos del mundo tendrán que inclinarse. 

                                                                                                    *

El Fuerteventura acogió a bordo a parte de los hombres que defendieron Las Arenas. Eran diez soldados, abatidos por la fatiga y el hambre, alucinados por el delirio de las ametralladoras, con las barbas llenas de barro y sangre, los labios hinchados por la sed, y los ojos hundidos en el fondo del cráneo. Su sufrimiento había sido mayor que si hubieran muerto diez veces.  La muerte no es lo peor de la guerra. La extenuación de esos hombres era más impactante y reflejaba  lo qué significa la guerra incluso mejor que unos moribundos por cuyas bocas salen borbotones de sangre. Era diez veces más cruel que la muerte lo que aquellos hombres habían sufrido con su carne, su sangre y sus nervios; cuatro días y cuatro noches, sin cerrar los ojos una sola vez, bajo el fuego infernal de las ametralladoras italianas, aislados del resto del frente, solos en la franja de tierra que defendían. 

El Fuerteventura los llevaba de noche, sobre las olas del mar, hacia Santander. Dormían con los puños apretados, con el gesto crispado; de vez en cuando gritaban en sueños. Y nosotros, velándolos, comprendíamos una vez más lo que era la guerra. 

                                                                                                 *

En Santander me encontré una gran ola de sufrimiento humano. Los soldados heridos en los últimos enfrentamientos convalecían en camillas frente a hospitales abarrotados, en patios, o incluso en la calle. También había muchas mujeres y niños, heridos cuando intentaban huir. Ahora llenaban las calles. Por todas partes no se veían más que cabezas, brazos y pechos vendados, y se oían muchos lamentos. 

Santander parecía un hospital colosal ocupado por decenas de miles de heridos y moribundos. Y seguían llegando más desde Bilbao, llenando las calles hasta los topes, una multitud interminable cuyo aspecto constituía un espectáculo de lo más descorazonador. Los habíamos visto salir de Bilbao. Aquellos que habían podido escapar de las bombas y de las ametralladoras llegaban más desnudos y hambrientos, del todo acabados. 

Puede que solamente en los países asiáticos, en tiempos de hambruna, se pueda ver un éxodo así. En unos pocos días han llegado a Santander más de cien mil personas. Habían escapado de una ciudad en llamas, arrasada por las bombas. Cada rostro era una máscara de miseria y horror.

Cuando el cielo estaba despejado, se veía la procesión serpenteando a lo largo de las carreteras que venían de Bilbao. Un torrente de personas, de carretas, de miseria y de sufrimiento. Se esparcían por las calles, soltaban los hatillos que habían estado llevando sobre los hombros cien kilómetros y se dormían.

Los mercados eran un mar de cabezas, de rostros sin afeitar, sucios, un océano de gente hambrienta y raquítica. De vez en cuando alzaban los ojos al cielo: los aviones podrían descender de allí. ¿Iba a ser Santander una segunda Bilbao? El puerto estaba lleno de mujeres y niños que esperaban para partir. Bajo la protección de los cañones de los barcos que patrullaban la costa, había vapores que partían hacia Francia abarrotados; con hombres hacinados en los depósitos de carbón, en los mástiles, en los botes salvavidas, sobre los tejados de las cabinas. 

Más que por el miedo a los aviones, dejaban Santander por el hambre. El tiempo que esa gente llevaba sin comer se contaba en días. 

 

Lo vio todo. Lo contó. Tres mil muertos. Tras cada frase, repetía: horrible. 

 

El domingo 20 de junio llegó la noticia de que Bilbao había caído. Los vascos habían sido derrotados en la margen izquierda del Nervión. Todo estaba perdido. 

Llegaban más heridos. Muchos de ellos, chicos de 18 años. Había uno tan agraciado que parecía una muchacha y que tenía la espalda llena de heridas producidas por una explosión. Se encontraba en el hospital de Guernica en el momento en el que la ciudad fue destruida. Lo vio todo. Lo contó. Tres mil muertos. Tras cada frase, repetía: horrible. 

Todos los heridos que pueden hablar enumeran las fases de las batallas donde tomaron parte. Desde el principio, una cosa estaba clara para los soldados vascos: los países a los que pertenecían los ejércitos contra los que tuvieron que luchar. Azuzaron contra la ciudad de Bilbao la aviación y artillería alemanas y las tropas de infantería italianas. A estos se unieron algunas formaciones de rechetes monárquicos de Navarra, la única provincia que desde el principio estuvo de lado de Franco. 

La aviación alemana dispuso de cien aviones Heinkel, bombarderos y cazas. Las baterías de artillería sumaban un total de mil cañones, entre ellos cuatrocientos del calibre 305, que nunca se habían usado en otros frentes españoles. Hacía falta quebrar el “cinturón de hierro” con el que los vascos habían rodeado Bilbao. 

La inimaginable cantidad de proyectiles y de bombas arrojadas contra la ciudad y el frente muestran qué valor otorgaban los alemanes a la región minera del valle del Nervión.  Las tropas de Mussolini lucharon más intensamente para obtener la victoria que les librara de la vergüenza de Guadalajara. La organización de rechetes asesinaba con el revólver a los vascos que se libraban de las metralletas y los obuses, para obedecer así el testamento  de Mola: ¡Muerte a los vascos!

El deseo del general se ha cumplido. Los vascos han muerto. Bilbao ha sido eliminada de la faz de la tierra.

                                                                                                      *

Había un niño que levantaba un par de palmos del suelo. Alguien lo había acogido, lo había limpiado, le había dado un pedazo de pan. Lo masticaba lentamente mientras respondía las preguntas que le hacían. 

– ¿De dónde eres?

– De Guernica. 

– ¿Dónde está tu madre?

– Muerta. 

– ¿Y tu padre?

– Muerto. 

– ¿Tienes algún hermano mayor?

– Muerto. 

¿Era un diálogo? ¿Era un interrogatorio? No. Era una página de la Historia contemporánea de una España caída en las garras de  Franco, Mussolini y Hitler.  

 

Epílogo

Generales españoles y dictadores europeos, no caería en la ingenuidad de escribiros en un periódico que no leéis y en una lengua que no entendéis, si no hubiera sido testigo de unos hechos que os tocan de cerca y de los que me veo obligado a daros noticia con los medios de los que dispongo, aunque mis palabras nunca vayan a alcanzaros.

Oh, generales españoles y dictadores europeos, no penséis que os voy a hablar de los rostros destrozados y ensangrentados de los niños que han sido asesinados en esta guerra. No os diré nada sobre los aviones que habéis enviado a ciudades indefensas para que las reduzcan a escombros. Todo esto lo conocéis muy bien y no dudo que, cada noche, vuestros aviadores os hayan presentado amplios informes sobre los crímenes cometidos. 

Generales españoles y dictadores europeos, la escena que quiero describiros es la más pequeña, en apariencia la más carente de importancia de aquellas que han tenido lugar en el curso de la guerra que vosotros habéis comenzado. Los diarios no han hablado de ella y no ha sido capturada por ningún objetivo fotográfico. Pero ¡qué horrible significado tiene y qué grave es para vosotros!

Generales españoles y dictadores de Europa, he visto a una mujer maldiciéndoos. 

Era una mujer vestida de negro, con el rostro oscuro y áspero. Sola, sobre una colina al pie de los Pirineos, en el campamento de San Juan Pie de Puerto, cuando el sol se ocultaba, alzó el puño al cielo y maldijo. Habría dado mucho por que la escucharais, generales españoles, vosotros que habríais conocido su lengua y su sufrimiento. Habría dado mucho por que la vierais, dictadores europeos, vosotros cuyos aviones mataron a sus hijos. En ese momento habríais entendido que pesa sobre vosotros una amenaza de la que no os podrían defender todos los ejércitos que pudierais reunir, ni todo el hierro del mundo convertido en cañones y proyectiles.

En ese momento habríais salido de vuestro frenesí sangriento y, mirándoos los unos a los otros, os habríais preguntado, llenos de espanto: ¿Qué hemos hecho? 

En realidad, generales españoles y dictadores europeos, ¿qué habéis hecho? Habéis cubierto el mundo de sangre, habéis puesto bajo las explosiones de las bombas y el fuego de las ametralladoras a todo un país, incluidas sus mujeres, hijos, ciudades y pueblos. En el País Vasco vuestra crueldad no ha conocido parangón: el botín de las minas de hierro era demasiado jugoso para que demostrarais piedad. Y una de las matanzas más bárbaras que se han visto ha puesto final a la existencia de este pueblo. 

 

Las bombas pulverizaron las cruces, hicieron grandes hoyos en el suelo, lanzaron fuera de las tumbas los cadáveres que había enterrados para hacer hueco a aquellos que aún no habían muerto… 

 

Generales españoles y dictadores de Europa, ¿qué habéis hecho? Cerca de Bilbao, en Derio, unos cientos de hombres, mujeres y niños, sorprendidos un día de domingo por el bombardeo de vuestra aviación, se refugiaron en un cementerio, escondiéndose tras las cruces y las lápidas. Generales españoles y dictadores europeos, defensores de la civilización y el cristianismo, durante algunas horas vuestros aviadores bombardearon el cementerio. Uno de los pocos hombres que se salvaron, que lo sepáis, de Derio, cerca de Bilbao, el domingo 13 de junio, me contó cómo destruyeron el cementerio y como mataron a cien personas que se refugiaban en él. Las bombas pulverizaron las cruces, hicieron grandes hoyos en el suelo, lanzaron fuera de las tumbas los cadáveres que había enterrados para hacer hueco a aquellos que aún no habían muerto. 

Generales españoles y dictadores europeos, ¿qué habéis hecho? ¿Quiénes sois vosotros para creeros con derecho a hacer realidad la gran palabra de las Escrituras: los muertos surgirán al lugar donde se hallan los vivos y los vivos descenderán al lugar donde se encuentran los muertos? Generales españoles y dictadores europeos, ¿qué habéis hecho?

Generales españoles, os habéis burlado de la carne y de la sangre del pueblo al que pertenecéis de un modo que ningún conquistador extranjero habría permitido. Contra él, contra los hombres, las mujeres y los niños de España, habéis dirigido a los “valientes hijos del desierto”, las famosas legiones de marroquíes. Los valientes hijos del desierto han llevado en sus cinturones, como si fueran trofeos, las cabezas de hombres españoles. Y hubo unos en Oviedo que aprendieron a conducir tanques para hostigar al enemigo, y tomaron a prisioneros republicanos, les hicieron sentarse en medio de la carretera atados de pies y manos, y los pasaron por encima con los tanques. 

Generales españoles y dictadores europeos, no tenéis ningún respeto por el ser humano. Os habéis burlado de todo un pueblo; habéis asesinado hombres, mujeres y niños, y os habéis reído en su cara, llenos de satisfacción, encantados de vuestra siniestra hazaña.

Generales españoles y dictadores de Europa, ¡tened cuidado! Una mujer española os ha maldecido. Si hubiera visto cien cañones apuntándoos, todavía habría pensado que podríais escapar. Pero he visto a una mujer maldiciéndoos. El modo en el que su puño apretado se alzaba al cielo, el modo en el que pronunciaba las palabras, me ha hecho entender que no os libraréis. 

Tarde o temprano, no importa dónde os escondáis, la maldición os alcanzará. 

Generales rebeldes y dictadores de Europa, nadie podrá disipar las nubes cargadas de rayos que la maldición del pueblo español ha reunido sobre vuestras cabezas.

¡Prestad atención! ¡Ninguno de vosotros podrá escapar!

 

Traducción del rumano al español de Aitor San Emeterio Zubizarreta.